
Se trata de la Calanque más ancha y una de las más grandes. También se trata de una de las más imponentes y visitadas. Como a su vecina de Morgiou se llega tras ascender un puerto de montaña con duros repechos que, a pesar de no ser muy largos, bien podrían incluirse en el Tour de France.
Tras unos tres kilómetros de dura ascensión se llega a lo alto del puerto desde donde la vista merece la pena un alto. Un alto que haremos obligatoriamente si vamos a pie. Cuidado, porque en verano la entrada de los vehículos en las calanques está muy restringida y el número de visitantes es muy grande. En los meses estivales la caminata de entre 45 minutos y una hora será obligada (desde Cayole). Prevean agua y gorros para protegerse del calor. Tengan en cuenta que en verano el sol mediterráneo golpea de pleno. Durante el resto del año se puede acceder en coche a Sormiou. El aparcamiento del pequeño pueblecito de pescadores es de pago. Prevean unos euros para poder estacionar su coche.
Después de descansar y disfrutar de la impresionante vista del macizo kárstico, los caminantes emprenderán el descenso. La bajada da bastante vértigo, pero se disfruta ya de la vista del mar, de la pequeña cala y de su aldea de pescadores. Poco a poco vamos descendiendo todo lo que antes se ascendió, pero ya el aroma salino de la brisa nos va llevando cómodamente.
Los pueblecitos que se ocultan al final de estos pequeños fiordos no son más que antiguas aldeas de pescadores, y tal vez de contrabandistas. Esto se imaginó el autor al escribir estas líneas mientras recorría las callejuelas abigarradas (no más de dos o tres) que corren hacia los pequeños puertecillos de las Calanques. Sin embargo, el encanto de las Calanques, el mismo que se va perdiendo, reside, residía en la tranquilidad pausada de quienes vivieron humilde y aisladamente en estos áridos recovecos de la costa entre Marsella y Cassis.
Las Calanques no son tan conocidas como la Costa Azul, ni encontrarán sentadas a la puertas de las casuchas reinventadas a las actrices de Cannes, pero son más espectaculares y cuando la marea de turistas marselleses y de otras partes no las invade, uno se puede imaginar en cualquier siglo pasado, arrastrando mulas cargadas de tabaco, armas, sal, chocolate o porcelana de la China. Charlando con un paisano que repara las tejas de su casa de fin de semana, o con un pescador que recose su red, uno puede creerse, aunque sea falso, lejos, muy lejos de todo.
El pequeño puerto se abre azul negruzco en invierno, turquesa en verano. Un pequeño dique protege algunas embarcaciones, la mayoría de modesto recreo. Los yates más ricos y lujosos entran junto a las barcazas de turistas que vienen de Marsella y Cassis y que apenas entran y salen sin reposarse, ¡hay muchas Calanques para ver!
En el puertecillo estrecho apenas hay espacio para meterse en el agua o avanzar por las laderas pedregosas hacia la pequeña playa de arena. Únicamente un diminuto restaurante (a diferencia de la calanque de Morgiou, donde encontramos varios bares).
La playa se encuentra a la izquierda, pasando por encima del puerto. Otras pequeñas calitas de piedra animan al baño. Y si se continua el sendero se llega a la Calanque de Morgoiu, cruzando el monte, y también a la cueva de Cosquer, gruta prehistórica submarina.
A la derecha del puerto otro sendero lleva al cabo de Sormiou.
No olviden el gorro, el agua y algo para picar un poco, el camino, sobre todo si lo hacen andando, les dará hambre.